"Entrega tu camino al Señor; confía en él, y él lo hará todo." (Salmo 37:5).
Entregarse a la voluntad de Dios no es solo esperar con paciencia que algo suceda — es mucho más que eso. Es mirar todo lo que Él permite con un corazón lleno de admiración y gratitud. No basta con soportar los días difíciles; necesitamos aprender a reconocer la mano del Señor en cada detalle, incluso cuando Él nos lleva por caminos inesperados. La verdadera entrega no es silenciosa ni resignada, sino llena de confianza y gratitud, porque sabemos que todo lo que viene de Dios pasa primero por Su sabiduría y Su amor.
Pero hay algo aún más profundo en esa entrega: aceptar con fe y humildad las santas instrucciones que el propio Dios nos ha dado — Sus magníficos mandamientos. El punto central de nuestra rendición es aceptar no solo los acontecimientos de la vida, sino aceptar vivir según la poderosa Ley de Dios. Cuando reconocemos que esa Ley es perfecta y fue entregada con amor por los profetas y confirmada por el propio Jesús, no nos queda otra actitud más que la obediencia reverente. Es en ese punto donde el alma encuentra verdadero descanso — cuando decide obedecer en todo, y no solo en parte.
Dios es paciente, lleno de longanimidad, y espera con bondad el momento en que nos rendimos por completo. Pero Él también tiene un tesoro reservado de bendiciones para el día en que dejemos el orgullo y nos humillemos ante Su santa Ley. Cuando ese día llega, Él se acerca, derrama gracia, renueva el alma y nos envía a Su Hijo para perdón y salvación. La obediencia es el secreto. Y la verdadera obediencia comienza cuando dejamos de discutir con Dios y pasamos a decir: “Sí, Señor, todo lo que has ordenado es bueno, y yo lo seguiré.” -Adaptado de William Law. Hasta mañana, si el Señor nos lo permite.
Ora conmigo: Padre maravilloso, cuán liberador es saber que todo lo que Tú permites tiene un propósito. No quiero solo soportar las dificultades de la vida, quiero recibirlas con gratitud, sabiendo que Tu mano amorosa está detrás de todo. Enséñame a confiar, a alegrarme y a adorarte incluso en los días nublados, pues sé que Tú eres bueno y fiel en todo tiempo.
Señor, me arrepiento por tantas veces haber resistido Tus santas instrucciones de vida. Intenté adaptar Tu voluntad a la mía, pero ahora entiendo: el camino de la bendición está en aceptar, con alegría y temor, cada uno de Tus magníficos mandamientos. Quiero obedecer con integridad, con humildad y con placer, pues sé que esa es la única forma de vivir verdaderamente en paz contigo.
Oh, Santísimo Dios, te adoro y te alabo por conducir todas las cosas con sabiduría y paciencia. Tu amado Hijo es mi eterno Príncipe y Salvador. Tu poderosa Ley es como un cántico de justicia que resuena en el alma de los que te obedecen y los conduce a la verdadera libertad. Tus mandamientos son como diamantes celestiales, puros e irrompibles, que embellecen la vida de los fieles. Oro en el precioso nombre de Jesús, amén.