“Enséñame a hacer tu voluntad, pues tú eres mi Dios. Que tu buen Espíritu me guíe por un camino recto y seguro” (Salmos 143:10).
El bien no es una construcción humana. No es algo que podamos moldear según nuestras emociones o conveniencias. El bien fluye directamente del trono de Dios y recorre un camino claro: el de la obediencia. Por más que el mundo diga que podemos “elegir nuestro propio camino” o “definir nuestra verdad”, la realidad permanece inalterada — no le corresponde al hombre elegir sus deberes delante del Creador. Nuestro deber ya ha sido establecido: obedecer a Aquel que nos hizo.
Muchos intentan evitar este llamado, abandonando los mandamientos de Dios en busca de una vida más fácil, menos exigente. Pero, ¿qué encuentran al final de ese camino? Solo vacío. Sin la obediencia a la poderosa Ley de Dios, no hay verdadero sustento, ni paz duradera. Puede que haya un alivio pasajero, una falsa sensación de libertad, pero pronto llega el hambre espiritual, la inquietud del alma, el cansancio de vivir lejos de la fuente de la vida. Huir de la obediencia es alejarse de la propia razón de existir.
La verdadera satisfacción está en decir “sí” a Dios, incluso cuando eso exige sacrificio. Es cuando abrazamos los deberes que Él ha puesto delante de nuestros ojos —especialmente el deber de obedecer Sus santos mandamientos— que experimentamos aquello que es eterno: la bendición divina, el bien verdadero y la paz que no depende de las circunstancias. Es ahí donde todo cambia. Porque es en la obediencia donde el alma encuentra propósito, dirección y la vida abundante que solo el cielo puede dar. -Adaptado de George Eliot. Hasta mañana, si el Señor nos lo permite.
Ora conmigo: Padre eterno, te agradezco por mostrarme lo que es el bien y dónde se encuentra. Reconozco que no nace de mí, sino que viene de Ti, como un río que fluye de Tu trono. Ya no quiero vivir eligiendo mis propios caminos ni definiendo mis propios deberes. Quiero obedecer lo que ya ha sido revelado por Ti.
Señor, fortaléceme para no huir de la santa responsabilidad de obedecerte. Sé que Tu poderosa Ley es el camino del verdadero bien, de la bendición y de la vida plena. Incluso cuando el mundo me ofrece atajos, ayúdame a permanecer firme en Tus santos mandamientos, confiando en que cada deber cumplido es una semilla de eternidad.
Oh, Santísimo Dios, te adoro y te alabo por ser la fuente de todo bien. Tu amado Hijo es mi eterno Príncipe y Salvador. Tu poderosa Ley es como un río de pureza que riega el alma cansada y la hace florecer en fidelidad. Tus mandamientos son como senderos dorados en la oscuridad de este mundo, guiando con seguridad a los que te aman al hogar eterno. Oro en el precioso nombre de Jesús, amén.