"Tú guardarás en perfecta paz a aquel cuyo propósito está firme, porque en Ti confía" (Isaías 26:3).
Ciertas pruebas y fracasos en nuestra vida solo adquieren un carácter verdaderamente divino cuando se vuelven imposibles de superar por nuestras propias fuerzas. Es cuando toda resistencia se agota y la esperanza humana desaparece que finalmente nos rendimos. Sin embargo, la gran dificultad está en luchar contra los dolores y pérdidas de la vida mientras aún tenemos esperanza —tratándolos como enemigos— y, después de ser vencidos, aceptarlos con fe como si fueran bendiciones enviadas por las manos de Dios.
Es en ese punto donde la gloriosa Ley del Señor se vuelve esencial. Los majestuosos mandamientos entregados a los profetas del Antiguo Testamento y a Jesús nos enseñan a confiar incluso cuando no entendemos. Obedecer esta Ley es lo que nos permite atravesar el sufrimiento sin rebelión y acoger lo que antes nos parecía un golpe como parte del plan divino. La obediencia a la voluntad de Dios, revelada en Sus mandamientos extraordinarios, nos ayuda a discernir que incluso el dolor puede ser instrumento de transformación y bendición.
No luches contra lo que Dios ya ha permitido. El Padre bendice y envía a los obedientes al Hijo para perdón y salvación. Que los espléndidos mandamientos del Señor sean tu guía cuando falte la fuerza y vacile la esperanza. Obedecer nos trae bendiciones, liberación y salvación —y nos capacita para aceptar, con fe, incluso aquello que no pedimos. -Adaptado de James Martineau. Hasta mañana, si el Señor nos lo permite.
Ora conmigo: Padre soberano, cuando mis fuerzas se acaban y la esperanza se desvanece, enséñame a rendirme completamente a Ti. Que no resista a Tu obrar, incluso cuando viene en forma de dolor.
Fortaléceme por medio de Tu magnífica Ley. Que Tus mandamientos me ayuden a aceptar con humildad aquello que no puedo cambiar, confiando en que todo lo que viene de Ti tiene un propósito.
Oh, Señor amado, te agradezco porque incluso lo que me hiere puede ser transformado por Ti en algo bueno. Tu amado Hijo es mi eterno Príncipe y Salvador. Tu poderosa Ley es como una roca donde mi rendición encuentra descanso. Tus mandamientos son como faros que iluminan hasta los valles más oscuros del alma. Oro en el precioso nombre de Jesús, amén.