"Después del fuego vino un susurro suave y delicado; y Elías, al oírlo, cubrió su rostro con el manto" (1 Reyes 19:12-13).
La voz de Dios no se impone con estruendo, sino que susurra suavemente al corazón dispuesto a escuchar. Él habla en secreto, de espíritu a espíritu, y esa comunión solo es percibida por quienes se apartan del ruido del mundo. Si llenamos nuestra vida de vanidades, rivalidades y ansiedades, ¿cómo podremos distinguir el toque silencioso del Señor? El peligro está en tapar los oídos del alma y perder la dirección que solo Él puede dar.
Para oír con claridad, es necesario vivir en fidelidad a los sublimes mandamientos de Dios. Ellos nos enseñan a separar lo puro de lo vacío, a buscar la santidad en vez de las distracciones del mundo. Cuando elegimos la obediencia, aprendemos a silenciar los ruidos externos e internos, y la voz del Altísimo se vuelve viva y transformadora.
Así, haz del silencio ante Dios un hábito santo. El Padre habla a los obedientes y guía con ternura a quienes guardan Su voluntad. Quien se inclina para oír será conducido a la vida plena en Jesús, con paz, dirección y salvación. Adaptado de Edward B. Pusey. Hasta mañana, si el Señor nos lo permite.
Ora conmigo: Padre santo, me acerco a Ti pidiendo oídos atentos y un corazón sensible a Tu voz suave. Aparta de mí las distracciones que me impiden escucharte.
Señor amado, enséñame a guardar Tus sublimes mandamientos y a apartarme del tumulto vacío de este mundo. Que Tu voz sea siempre más clara que cualquier otra.
Oh, Dios querido, te agradezco porque aún hablas de forma suave a mi corazón. Tu amado Hijo es mi eterno Príncipe y Salvador. Tu poderosa Ley es un susurro de vida para mi alma. Tus mandamientos son melodías santas que me conducen por el camino correcto. Oro en el precioso nombre de Jesús, amén.