"El corazón es más engañoso que todas las cosas y desesperadamente corrupto; ¿quién lo conocerá?" (Jeremías 17:9).
Nadie conoce la profundidad del propio alma como Cristo. El ser humano puede intentar justificarse, pero la mirada del Altísimo penetra hasta las intenciones más ocultas. Dentro de cada uno hay un corazón naturalmente en rebelión contra Dios, incapaz de amarlo sin que el Espíritu Santo opere un nuevo nacimiento. Esta es una verdad dura, pero necesaria — pues solo quien reconoce su corrupción puede clamar por purificación.
Es en ese reconocimiento donde comienza la obra de transformación. La Ley de Dios, que revela el pecado, es también la escuela donde aprendemos el camino de la santidad. El hombre que se humilla ante ella y permite que el Espíritu lo moldee, encuentra vida y libertad. Así, el remedio que el orgullo rechaza es justamente el que cura el alma.
No temas enfrentar el espejo de la verdad. El Padre revela lo que está oculto no para condenar, sino para salvar. Él muestra la enfermedad para aplicar el bálsamo del perdón y conducir al Hijo, donde el corazón es recreado para amar lo que antes odiaba y obedecer lo que antes resistía. Adaptado de D. L. Moody. Hasta mañana, si el Señor nos lo permite.
Ora conmigo: Padre amado, te alabo porque escudriñas mi corazón y me muestras quién realmente soy. Purifícame, Señor, de toda impureza escondida y crea en mí un espíritu recto.
Señor, ayúdame a vivir según tus magníficos mandamientos, para que tu Espíritu transforme mi corazón y lo haga obediente a tu voluntad.
Oh, Dios querido, te agradezco porque no me dejas engañado sobre mí mismo, sino que revelas la verdad para sanarme. Tu amado Hijo es mi eterno Príncipe y Salvador. Tu poderosa Ley es el espejo que me despierta. Tus mandamientos son la luz que me guía hacia la pureza. Oro en el precioso nombre de Jesús, amén.
























