“Hazme saber tus caminos, Señor; enséñame tus sendas” (Salmos 25:4).
No hay nada tan puro, tan impactante, como los primeros susurros de la voz de Dios a nuestro corazón. Es en esos momentos cuando el deber es claro — sin confusión, sin sombra de duda. Pero, muchas veces, nosotros complicamos lo que es simple. Permitimos que sentimientos, miedos o deseos personales se interpongan en el camino, y con eso perdemos la claridad de la dirección divina. Comenzamos a "considerar", "reflexionar", "esperar un poco más"... cuando, en realidad, solo estamos buscando una excusa para no obedecer. La obediencia retrasada es, en la práctica, desobediencia disfrazada.
Dios no nos ha dejado en la oscuridad. Desde el Edén, Él dejó claro lo que espera de Sus criaturas: fidelidad, obediencia, santidad. Su poderosa Ley es el manual de la verdadera felicidad. Pero el corazón rebelde intenta argumentar, intenta torcer las Escrituras, intenta justificar el error — y pierde tiempo. Dios no se deja engañar. Él ve el corazón. Él conoce lo íntimo. Y no bendice a los que se niegan a obedecer. La bendición está sobre los que se rinden, sobre los que dicen: “No mi voluntad, sino la Tuya, Señor.”
Si quieres paz, si deseas ser restaurado y encontrar un propósito verdadero, el camino es solo uno: obediencia. No esperes sentirte listo, no esperes entender todo — simplemente comienza. Comienza a obedecer, comienza a seguir los mandamientos del Creador con un corazón sincero. Dios verá esa disposición y vendrá a tu encuentro. Él aliviará tu sufrimiento, transformará tu corazón y te enviará a Su Hijo amado para el perdón y la salvación. El tiempo de dudar se acabó. El tiempo de obedecer es ahora. -Adaptado de Frederick William Robertson. Hasta mañana, si el Señor nos lo permite.
Ora conmigo: Padre eterno, gracias porque Tú aún hablas al corazón de los que Te buscan con sinceridad. Tu voz es clara para los que desean obedecer. Ya no quiero racionalizar, ni posponer lo que el Señor ya me ha mostrado. Dame un corazón humilde, que responda con prontitud a Tu dirección. Enséñame a obedecer mientras el llamado aún está fresco, antes de que mis sentimientos interfieran en Tu verdad.
Señor, reconozco que muchas veces fui deshonesto conmigo mismo, intentando justificar mi desobediencia con excusas. Pero hoy me presento ante Ti con un corazón quebrantado. Quiero abandonar mi voluntad, mi orgullo, y seguir Tus caminos con temor y amor. Guíame en Tu Ley, fortaléceme para cumplir todo lo que el Señor ha ordenado, y purifícame con Tu verdad.
Oh, Santísimo Dios, te adoro y te alabo por ser justo, santo e inmutable. Tu Hijo amado es mi eterno Príncipe y Salvador. Tu poderosa Ley es como un faro encendido en medio de la oscuridad, guiando a los fieles por caminos de vida. Tus mandamientos son como piedras firmes bajo los pies, que sostienen a los que confían en Ti y revelan el camino de la verdadera paz. Oro en el precioso nombre de Jesús, amén.