“Ora para que el Señor, tu Dios, nos muestre lo que debemos hacer y a dónde debemos ir” (Jeremías 42:3).
La felicidad no es algo que se conquista con esfuerzo humano ni se impone a otros con consejos vacíos. Es una consecuencia natural de elecciones bien hechas — elecciones que no siempre agradan en el momento, pero que honran a Dios. El placer pasajero puede seducir, pero siempre cobra un alto precio al final. En cambio, la obediencia, aunque exija renuncia, trae consigo paz, sentido y, sobre todo, aprobación divina. Cuando elegimos seguir la voz de Dios en vez de nuestros impulsos, damos un paso hacia una felicidad real, duradera y eterna.
Aquí es donde entra la fórmula de Dios: la obediencia a Su poderosa Ley. Puede parecer anticuado para algunos, pero es el secreto de la verdadera felicidad. Dios no nos pide nada imposible. Sus mandamientos no son una carga, son protección. Son senderos seguros para almas sinceras. Lo que Él espera de nosotros es solo el primer paso — la decisión de obedecer. Cuando ese paso se da con fe y sinceridad, Él interviene. Él fortalece, anima y sostiene. Dios nunca abandona a quien elige el camino de la obediencia.
¿Y el final de ese viaje? Es glorioso. El Padre nos acompaña, nos bendice, abre puertas, sana heridas, transforma nuestra historia y nos conduce al mayor regalo: Jesús, nuestro Salvador. Nada se compara con la alegría de vivir en alianza con Dios, cumpliendo Sus mandamientos con alegría y confianza. La fórmula está a nuestro alcance — y funciona. Obedece, y lo verás. -Adaptado de George Eliot. Hasta mañana, si el Señor nos lo permite.
Ora conmigo: Padre, te agradezco por no esconder de nosotros el camino de la verdadera felicidad. Sé que el mundo ofrece atajos que parecen buenos, pero solo Tu Palabra es segura. Hoy renuncio al placer momentáneo que me aleja de Ti y elijo obedecerte, porque creo que Tu voluntad es siempre mejor. Enséñame a confiar en Tu fórmula, incluso cuando mi corazón vacile.
Señor, reconozco que necesito Tu ayuda. A veces, los deseos de la carne hablan más fuerte, pero no quiero vivir esclavizado por ellos. Quiero ser libre — libre para obedecer, libre para agradarte, libre para vivir en comunión Contigo. Crea en mí un corazón firme, que Te ame más de lo que ama sus propios deseos. Y que esa obediencia me acerque más a Tu plan y a Tu presencia.
Oh, Santísimo Dios, te adoro y te alabo por revelar un camino tan claro hacia la verdadera felicidad. Tu Hijo amado es mi eterno Príncipe y Salvador. Tu poderosa Ley es como un perfume celestial que purifica el alma y llena la vida de propósito. Tus mandamientos son como rayos de sol que calientan el corazón e iluminan cada paso en medio de las tinieblas. Oro en el precioso nombre de Jesús, amén.